Nos une el apellido y también la edad… Y la arquitectura, el vecindario, los buenos maridos, incluso su hijo estudia física en Alemania y mi hijo menor hace su doctorado en física también allá… Pero ella juega tenis, trota, monta en bicicleta, dirige un taller de arquitectos y en su casa cría gallinas, cultiva huerta, prepara tortas, pinta murales, hace esculturas y tiene muchos amigos.
Los invité a pasar la tarde en nuestra terraza.
—Estamos pensando en visitar a Tomás —comenté—… volar a Stuttgart.
—Nosotros ya tenemos viaje armado para septiembre.
—¡Qué casualidad! —levanté la botella— ¿Más vino? —acercaron las copas— solo estaríamos unos pocos días porque él estará trabajando en su doctorado… Tampoco hay mucho lugar en su apartamento —agregué—. No nos gusta estorbar.
Marcela saltó del sofá.
—¿Saben qué? —Sonrió agitando las manos— se me acaba de ocurrir algo: ¡Vamos todos juntos a Alemania! —sus ojos se abrieron más allá del borde del iris y desplegó esa sonrisa suya de “todo es posible” que desde niña me ha pasmado.
—¿Ah? —la miré— ¿En serio? — busqué a Alejandro.
—Pero claro —dijo ella— nos podemos quedar unos días en Heidelberg —hizo un círculo con las manos.
—¡Donde Feli! —se contagió Leonardo— ¡Claro! —aplaudió— ahora tiene un cuarto desocupado porque el compañero de apartamento se cambió de universidad.
—¿Seguro? —la seguí mirando.
—Sí, eso es una señal, en este momento hay una habitación desocupada —me mostró las fotos en su celular— mira, el apartamento no es lujoso, pero hay espacio.
—En realidad, nosotros apenas estamos considerando ir a visitar a Tomás y todavía no hemos comprado los pasajes —les ofrecí aceitunas y miré a Alejandro— y no tenemos nada definido ¿verdad? —me senté mareada.
—¡Brindemos por el viaje!
Cuando Leo chocó mi copa me dijo en secreto:
—Trae el computador y le pides a Alejandro la tarjeta de crédito.
—¡Si señor! —dijo Leonardo en voz alta— ya está definido, vamos una semana a Alemania… luego a Marruecos y por último a España.
—¿Cómo? Yo sólo había considerado ir a visitar a Tomás y, si mucho, ver los alrededores de Stuttgart. Pero España… ¡y Marruecos!, por Dios, nunca lo habría imaginado.
—Alquilamos un carro grande para Alemania y otro en España —dice Leo—. A mí me encanta conducir por las autopistas —desliza el dorso de la mano sobre la mesa— 140 kilómetros por hora… ¡Zuasss!
—Le encanta la velocidad.
—¿Y Marruecos?
—Contratamos un tour. Es lo mejor porque hay historias de turistas que van por su cuenta y desaparecen… —ella niega con las manos— no hay problema —y me codea—. ¡Otro vino para Alejandro! —sus ojos tienen el brillo de quien ve una película de aventuras—: Me sueño esas vacaciones con mi muchacho caminando los mercados de Marraquech.
—Medellín-Frankfurt, Frankfurt-Tánger, Marrakech-Barcelona y Madrid-Medellín —Leonardo abre el computador— Alejandro danos el número de tu tarjeta y procedemos.
Esa noche la pasé a salticos entre la vigilia y el sueño. Todo había sido tan inesperado, tan rápido… pero Marruecos.
Al día siguiente Camilo llegó para almorzar y Alejandro, que se había tomado unos rones, lo abrazó. ¡Nos vamos! ¿A dónde, papi? A visitar a tu hermano. ¿De verdad, papi? Sí, vas a conocer Europa. Luego llamé a Tomás para contarle y nos dijo que no conocía Marruecos. Alejandro también lo invitó.
Llamé a Marcela.
—Prima, me da mucha pena, pero…
—¡No me digás! ¡Se van a quitar del viaje! —me interrumpió— ¡Nos van a dejar solos!
—No, no es eso… como te parece que Alejandro se tomó unos tragos y le dijo a Cami que viajaba con nosotros. Y Tomás nos acompaña a Marruecos.
—¡Fabuloso! ¡Crece el paseo!
—¿No es problema?
—Para nada, al contrario, va a ser genial estar con los hijos. ¡Las dos familias juntas!
Esa noche le dije a Alejandro que me preocupaba que fuéramos a incomodar.
—No quiero ser una pesada.
—No te preocupes, vamos a compartir los gastos.
—Eso es obvio, también sé que ir con ellos es ideal porque además de hablar alemán son unos viajeros expertos… pero yo me refiero a otra cosa… es que vamos a convivir por casi un mes y en un mes pueden pasar muchas cosas. Y no quiero estorbar ¿me entiendes?
Pero él, que ya tenía la cabeza en la almohada, simplemente cerró los ojos y con un suspiro se durmió. Esa noche apagué la luz y me enrollé en las cobijas pensando en mi prima, en su energía. Su generosidad desbordada. Pensé en cómo acogió en su casa, hasta la muerte, a la tía Martina. En su “todo es posible”. En su “no hay problema”. En sus batallas. En esa mirada vivaz y sus piernas firmes de movimientos decididos. Era como si hubiera acaparado toda la energía de nuestro apellido y yo me hubiera quedado, como esas mellizas que nacen tarde, revejida, aguardando a que ella haga girar el mundo para de un brinco enajenarme de la fuerza de gravedad y caer a su lado.
—Desde mañana empiezo a caminar —dije— voy a entrenarme para el viaje.
Llegó al aeropuerto radiante.
—Vengo de la oficina. Leo me recogió en el taxi. Estoy feliz. ¡Vacaciones con Feli!
—¿Desde cuándo no lo ves?
—Desde hace cinco meses. Y tú, a Tomás ¿desde cuándo?
—Seis, no, siete, ocho… desde diciembre.
En Frankfurt noté que mientras nosotros sólo teníamos tres mochilas y una maleta de mano, ellos cargaban dos maletas enormes, dos de mano y una mochila.
Marcela me explicó:
—Yo siempre viajo con las maletas llenas de regalos para Feli y regreso con ellas llenas de regalos para todo el mundo.
Alquilamos la camioneta y cuando llegamos a Heidelberg una luz en la ventana del tercer piso se encendió. Marcela se bajó apresurada, tomó su mochila y sacó su maleta.
—¿Te ayudamos? —le pregunté.
—No, cada uno con su equipaje. Ni más faltaba.
La vimos subir esos tres pisos arrastrando la maleta grande con la mochila en la espalda para abrazar a su hijo.
Felipe es un muchacho alto y callado que tangente al torbellino de sus papás se hizo cauteloso. Como el mejor estudiante de su generación se ganó la beca alemana. ¡Qué orgullo! No solo era un honor y una gran oportunidad, sino que también fue un alivio económico porque como decía mi prima: con o sin beca, Feli va a estudiar física en Alemania.
Después de saludarlo me mostró la habitación y nos dio la clave para el internet. En seguida Marce descorrió el cierre de su maleta para sacar los regalos. Muñecos de superhéroes, camisetas de Marvel y sagas de libros.
Antes de cerrar la puerta del cuarto nos deseamos las buenas noches. Camilo y Alejandro se recostaron mirando sus celulares, yo tomé mi pastilla y me dormí.
Al día siguiente encontré a Marcela sentada en la cocina… descompuesta.
—No dormí nada.
—¿Qué pasó?
—La pierna. Otra vez ese dolor… yo creo que fue el avión. Tanto tiempo sentada sin poder estirarme… —me mira— Y ya Feli… —tomó aire— desde anoche nos dijo que no podía ir a Marruecos con nosotros… Y tampoco está seguro de ir a España.
—¿Y los pasajes?
—Plata perdida… Tengo un dolor enconado justo acá —señaló la cadera— precisamente ahora que estoy de vacaciones voy a empezar a renguear otra vez… Ya estaba aliviada con la fisioterapia y todo iba súper bien, pero preciso, regresó el dolor.
El sábado fuimos a recorrer el centro de Heidelberg. Marcela empezó cojeando, pero poco a poco recobró el ritmo y al final del día, después de pasar tres horas en IKEA recuperó la sonrisa. Por la noche armaron la biblioteca para poner los regalos.
El domingo, que salimos en la camioneta rumbo a Stuttgart, Felipe se quedó estudiando. Marcela viajó en silencio y Leonardo puso música. Tomás nos estaba esperando con su pelo largo y la sonrisa de dientes grandes. Lo abrazamos. Mientras subíamos las escaleras admiró el color de la camiseta que le llevé de regalo. Nos hizo un recorrido breve por el apartamento y fuimos a almorzar a un pueblito en un viñedo. Mientras comíamos un codillo de cerdo con cervezas y vino, Tomás comentó que había un barrio en el que cada casa, cada edificio, era diseñado por un arquitecto.
—Weissenhof —dijo.
—Le Corbusier —los ojos de Marce brillaron frente a la pantalla de su celular— Mies Van Der Roe, Bahrens, Scharoun y Gropius… La “Casa doble” es un museo… ¡Tenemos que entrar!
Llegamos con Google. Marcela saltó del carro, subió las escaleras y se detuvo en la puerta, en seguida volteó la cara y con un gesto de mano nos apuró.
—Vamos a comprar las boletas.
—Se los advertí —nos miró Leonardo—: esto es un paseo de ar-qui-tec-tos.
—Muy distinto a un paseo de in-ge-nie-ros —miré a Alejandro y a mis dos hijos que recibieron los tiquetes de entrada mirando el precio.
Primero recorrimos la mitad izquierda. Blanca, impecable, con maquetas y planos. Vitrinas con fotos de la época.
—“La casa doble” busca soluciones para vivienda mínima y para esto experimenta con la modificación de los usos del día y la noche —tradujo mi prima.
En la terraza que comparten ambas, nos detuvimos a mirar la ciudad. Luego entramos a la otra casa que tenía unas camitas empotradas en las paredes. Los cuartos se confundían con la sala y el estudio. Los espacios eran difusos, de proporciones raras.
—El corredor es muy estrecho, miren, no mide más de setenta centímetros —Leonardo tocaba con los codos ambas paredes.
Marcela levantó una ceja para objetar algo en defensa de los diseñadores, pero en ese momento un sonido de sifón y agua interrumpió su réplica.
Se abrió una puerta.
—¡Por Dios, Camilo! ¿Usaste el baño de Le Corbusier? —dijo Marce aterrada— ¡Cómo se te ocurre!
—¡Un sacrilegio! —Nos mató el ojo Leonardo.
—Un baño es un baño —respondió mi hijo con una sonrisa.
—Y si no sirve el sanitario —agregó Alejandro— entonces no pasaron el examen.
—Ensayo, prueba y error —siguió Tomás— experimentación básica.
—Mejor nos vamos —dijo Marcela enrojecida— no vaya a ser que colapsen las tuberías y nos detengan.
—Estos alemanes son muy estrictos —levantó la mano Leonardo— ¡Huyamos!
Al día siguiente, cuando fuimos a los jardines del palacio de Schwetzingen, mi prima dijo que ya lo conocía, que nos esperaba afuera en una cafetería, pero un gesto contraído en la boca delataba su dolor.
—No dormí casi nada.
—Esta noche te doy una de mis pastillas.
—No prima, a mí me da miedo volverme adicta a esas cosas.
Camilo estaba maravillado, era su primer castillo por fuera de los videojuegos. Caminaba de un lado a otro. A ratos se me perdía para luego encontrarlo junto a unos pájaros de bronce que lanzaban chorritos de agua a una fuente o entre los laberintos de setos verdes que conducían a pequeños pabellones orientales o por las arcadas de cipreses que abrazaban majestuosas esculturas de ciervos derribados. Yo lo perseguía preocupada afanándolo, imaginaba a mi prima estirando la pierna en el café.
Por la tarde Marcela nos dijo que mejor se quedaba en el apartamento. ¡Le voy a hacer a Feli el albondigón de la abuela! Nosotros fuimos a ver el atardecer a Espira. En la plaza les dije que quería entrar a la catedral. Recorrí la nave, me detuve en el crucero a ver el altar y después de darme la bendición decidí recorrer la parte trasera del ápside. Vi una puerta y entré para ver la urna de cristal que estaba en el centro del recinto. Me acerqué cautivada por esa cápsula que descansaba sobre un pedestal de mármol adornada con esferas de cuarzo que decía en letras doradas: Seliger Paul Josef Nardini. Y me detuve en seco. En medio de las flores bordadas con perlas había un hueso grande. Un fémur.
—Acabo de ver la reliquia más rara del mundo —les dije mientras saboreaba un helado.
Esa noche Marce nos recibió haciendo un redoble de tambores en la mesa.
—Mañana Estrasburgo, ustedes suben los trecientos treinta peldaños de la torre de la iglesia y nosotros los esperamos abajo porque ya subimos hace un año… Y pasado mañana vamos a… taratantatan: ¡la Bauhaus! —me mata el ojo—: Yo les dije, este es un viaje de arquitectos —palmea.
El miércoles Marcela dijo que cedía el puesto de copiloto. Leonardo cantó todo el recorrido y al parquear en un parador lleno de buses con turistas Alejandro me dijo en secreto:
—Tu prima estaba llorando.
—¿En serio? —le miré los ojos— yo creía que miraba por la ventanilla.
—Por eso se hizo atrás.
—Por qué no me di cuenta… ¿qué hago?
—No sé, andá con ella al baño como hacen las mujeres.
Pero cuando fuimos ella actuó como si no le estuviera sucediendo nada.
—¿Le dijiste algo?
—No supe qué decirle.
Salimos en medio de la lluvia y nos acomodamos en la camioneta.
—¿Se dieron cuenta? —dijo Leonardo cuando tomó el volante— los buses estaban llenos de viejitos.
—Prepárense —dijo Cami— el próximo viaje será en bus.
Mi prima continuó mirando los carros que nos rebasaban.
En Weimar me alegró ver que Marcela dejó de renguear cuando vio el museo. Era como si una inyección de diseño la hubiera hecho renacer mientras que a mí esa perspectiva sólo me confrontaba con mi pasado. ¿No te parece una maravilla? Me apenaba confesar el cansancio que me daba al ver esas sillas con nombres famosos, me avergonzaba de mi propio entumecimiento frente a una profesión que desde hace muchos años me era ajena.
—¡Esto es lo máximo! —decía frente a las vitrinas— aquí está resumida la historia del auténtico modernismo —disparaba su cámara— el origen… ¿te das cuenta Ana?
Dormimos en Leipzig y al día siguiente fuimos a Dessau para conocer la escuela de la Bauhaus. Los corredores, las aulas, los tableros, las sillas, todo me recordaba la Facultad de arquitectura. Alejandro y Camilo miraron con interés el mecanismo con el que se abrían las ventanas. Leonardo se sentó en una silla mientras veía a Marce acariciando el escritorio de Walter Gropius. ¡Un sueño!
En el último salón me detuve frente a una gigantesca esfera niquelada y retraté mi reflejo deforme con las mesas de dibujo detrás. Afuera llovía.
—Mirá —me enseñó un reloj en su muñeca— tiene los colores de la Bauhaus.
—Todos en el taller de arquitectos lo van a admirar.
Regresé a Heidelberg con los ojos llorosos por un resfrío.
El domingo Tomás apareció con su mochila y no solo fue despedirnos de Alemania, también fue despedirnos de Felipe.
—Yo me soñaba estar contigo en Marruecos —le dijo Marcela en el abrazo.
Paloma nos estaba esperando en Tánger. Saludó con dos besos y presentó al chofer: Mi Joseph. Durante el recorrido a Chefchaouen advirtió que para evitar problemas nos acompañaría siempre mientras nos iba exponiendo la historia del país.
—Pastora y guía —dijo Leonardo.
Cuando llegamos se bajó de un salto: Bajita, regordeta, rubia. Chispita de diamante incrustada en un diente. Anillo de plata en el dedo anular. Muy grande. Cuarenta, cuarenta y cinco… Paloma se volteó como si adivinara mis cálculos y vi sus ojos claros, amarillos, dorados… De inmediato le resté cinco años, le sumé cinco centímetros y su chispita brilló.
—Van a ver el hotel; las habitaciones son de ensueño —nos dijo— Ahora tengo tres llaves —las enseñó— Marcela y Leonardo, Camilo y Tomás, Alejandro y Ana. Pueden darse una ducha… Los espero afuera.
Salimos a recorrer ese pueblo laberíntico de casas y calles azules. Marce renovó su semblante cuando encontró tirado lo que parecía haber sido la paleta de un pintor. ¡Arte abstracto! ¡Me lo llevo para mi casa!
—Les recomiendo el menú marroquí —dijo Paloma.
—Pidamos varias cosas para compartir.
—Voy a enmarcar este retablo —sonrió—. ¿Saben? con el calor se mejoró mi pierna.
—Y yo estoy en la fase final de la gripa.
—¡Celebremos! —dijo Leonardo— de ahora en adelante todo irá mejorando…
—Les recuerdo que aquí no hay licor porque es un país musulmán.
—Entonces, brindemos con… —miró el menú— ¡harira!
—Harira es una sopa —aclaró Paloma.
—Sientan el olor… —dijo Alejandro— “ras el hanut”, las especias locales.
Al día siguiente llegamos a Fez, luego de recorrer un callejón entramos por una puerta a un pasillo y de ahí a un patio.
—¡Las mil y una noches! —caminé en redondo— ¡Esto es una belleza!
Un mesero chorreó té en vasos de cristal y Marcela se recostó en los cojines de damasco.
—Nunca me imaginé vivir esto —saqué la cámara— ¿ya vieron las tallas de la madera?
—Yo sabía que les iba a gustar —dijo Paloma satisfecha— estos son los famosos Dar… No sé si lo notaron, pero aquí la belleza se vive de puertas para adentro.
—¡Lo inesperado!
—Mujeres —dijo Leonardo— consideren usar el velo.
—No faltaba más…
—¡Y obedientes con sus esposos!
—Para ustedes la habitación de abajo en consideración a la pierna y a las maletas —le entrega una llave a Marcela— para los demás el piso superior —señala las escaleras.
Los cuartos eran grandes, las camas tenían dosel y los mosaicos de los baños formaban cenefas geométricas. Las ventanas miraban al patio con vidrios de colores.
—¡Prima, tenemos aire acondicionado y Wifi! —me avisó Marce.
—¡Cinco estrellas! —me asomé con el pulgar arriba.
—Llamo a Feli y después salimos para comprar collares.
La medina se retorcía en callejones. Especias, tinajas, bolsos, lámparas, dátiles. Al lado de una venta de joyas una venta de carne con la cabeza de un camello colgada de un gancho.
—¡Gas! Huele asqueroso.
—Esto es Marruecos, contrastes y sorpresas —Paloma caminaba con sus sandalias de caucho— si descubren algo que les guste deben comprarlo porque luego no lo vuelven a ver… Cuidado se pierden… y no se olviden; el regateo es un arte de negociar y seducir.
Esa noche cenamos menú marroquí: Tajín, pastilla, harira, ensalada.
A la mañana siguiente Marcela salió del cuarto pálida.
—Ya no es la pierna sino el estómago. Pasé la noche en el baño.
—No tomes jugo de naranja —la detuve pensando en que era un jugo hermoso— te puede caer mal —de un color profundo— las cosas ácidas son malas para el estómago —tomé un trago y cerré los ojos: este es el jugo más delicioso que me he tomado en la vida.
—Muñeca, esas arepitas parecen buenas —le dice Leonardo.
—Ya me da miedo comer estas cosas.
—Consigamos botellas de agua.
—Y suero, ¿será que en este país conocen el suero?
Paloma nos llevó a las curtimbres donde nos dieron hojas de yerbabuena para espantar el olor de la rila que usaban para ablandar las pieles.
—¿Cómo te sientes?
—Ahí voy…
Seguimos caminando por la medina hasta entrar en un callejón lleno de hombres sudorosos… y cabras.
—Esto se pone cada vez peor —dijo Marcela que, a pesar del calor, estaba pálida.
—Mirame, con los años me estoy convirtiendo en una especie de camarón —le enseñé mis mejillas— tengo la rosácea alborotada.
—Nuestro camaleón —dijo Camilo.
—El camastrón rojo —dijo Tomás.
Paloma se metió por una puertecita. La seguimos y entramos a un zaguán por el que cruzamos otra puerta… y la estrechez se transformó en palacio.
—Pero ¡qué es esto!
—Otro restaurante marroquí —dijo Marcela a punto de caer desmayada.
—Y está lleno.
—Vamos rápido, allá hay una mesa libre.
Fui a hacer fotos de todos los rincones y a mi regreso mi prima me miró desconsolada.
—Ya pedimos lo de siempre… y Coca-Cola con limón.
—Busquemos una farmacia a ver si venden suero, Lomotil o Smecta.
—No se preocupen por mí, Leonardo me va a llevar al hotel y después los busca.
Era doloroso ver a mi prima derrotada por una bacteria sin poder disfrutar de sus vacaciones ni de su hijo mientras que yo tenía a mis dos muchachos.
—Abuelita, ¿por qué tienes esa cara tan roja?
—Cami, deja tranquila a la Camaleoncita roja —Tomás me pasa la mano por el hombro.
—Prima, eso se llama acoso —sonríe Marce— a mí me pasa igual, se juntan Leo y Feli… —recobra algo de color— vos por qué creés que me dice ¨mi muñeca¨… ¡Pues porque detesto esa palabra!
—Bullying.
—Antes me enojaba, pero ya me da risa.
—Ahora te buscamos una farmacia… —Leo le pasa la mano por la mejilla— miñeca.
—¿Ves? Esa es la abreviación de “mi muñeca”.
Camino a Rabatt, Marcela le preguntó a Paloma desde cuándo había dejado España.
—Fíjate que yo era enfermera —nos miramos sorprendidos— …Salí de Barcelona en una misión de Médicos sin fronteras al África… —los almendros pasaban veloces por las ventanas— en ese momento estaba sofocada con un esposo que ya no quería. No me lo van a creer, lo dejé a él, que era un médico exitoso… y a mis dos hijos… Me fui para buscar mi propio destino —Marce abrió los ojos más allá del iris— y después de dos años, de dar vueltas aquí y allá, llegué a Marruecos y me enamoré del país —se detuvo con un suspiro—. Y de un árabe —agarrotó las manos—. El infierno.
—¿Por qué? ¿Qué pasó?
—Es que me da rabia haber sido esa mujer —sus ojos amarillos destellaron.
—¿Qué te hizo?
—Me sometió de tal manera que yo no me daba cuenta del maltrato. ¡Estúpida! Solo me quité la venda cuando un vecino llamó a la policía —pasó de una mano a la otra el teléfono—. Lo conminaron a alejarse y nos separamos.
—¿Desde cuando tienes la agencia de viajes?
—Espera, yo dejé la enfermería y formé la agencia de turismo con… él… —señala su boca— se dan cuenta, no soy capaz de decir su nombre —niega con la cabeza—. La agencia, eso era en parte lo que me ataba a él, pero para que me dejara en paz le tuve que entregar todo. Todo lo que habíamos conseguido. Y me quedé en ceros. Sola. En esos momentos yo quería alejarme de todo, pero de algo tenía que vivir y empecé a reconstruir mi vida alrededor del turismo.
—¿Y tus hijos?
—Ellos están con el papá.
—¿De verdad? ¿Dejaste a tus hijos? ¿Qué edades tienen?
—Mira, te los voy a enseñar en el móvil… —me lo pasa— la chica es la mayor… tiene veintidós y el chico tiene diecinueve —se lo paso a Marcela— Ella quiere ser cantante, y el papá le paga cursos de canto… pero no se da cuenta de que como ella hay mil chicas que también buscan lo mismo.
—¡Es preciosa!
—Eso es lo malo, porque no se esfuerza… su papá soluciona todo con dinero…
—Y ¿el muchacho?
—Quiere ser músico… y para ser músico hay que practicar. Ya sabes —agita la mano simulando tocar una guitarra—, si no te tallas no hay caso.
—¿Te visitan?
—Claro, ahora que estoy en buenas condiciones económicas y me voy a casar…
—¡Qué! —brinqué.
—A ver, Paloma —le dijo Marcela— esa historia hay que completarla.
—Es el destino… y yo, que había prometido alejarme de los hombres, fui con unos amigos al desierto a una fiesta y conocí a mi Said.
—Mi Said —me codea Marce.
—Un bereber, un hombre del desierto. Los hombres más buenos del mundo son los bereberes, ¿verdad, Josef? —nuestro chofer asiente con el pulgar en alto—. En este país están los árabes, de los que me mantengo alejada, de los que desconfío… Y los bereberes que son espléndidos. No sé si lo han notado, pero todos los hoteles, restaurantes y comercios a los que llevo a mis clientes son de las gentes del desierto.
—Pero ¿cómo es tu Said? Cuenta.
—Lo vais a conocer en Marraquech… Él se encarga de los tours por el desierto y yo me encargo de las ciudades imperiales, pero él me está esperando para consentirme en Marraquech.
—Me encantan las historias de amor.
—Con finales felices.
—Prima, ¿cómo vas?
—Ahí voy.
—Y ¿Feli?
—Bien, le ha ido bien, está tratando de terminar un trabajo que es en equipo, pero vos sabés cómo son las cosas en equipo…
—¿Ya sabe si puede ir a España?
—Todavía no está seguro.
El hotel de Rabat estaba el borde de la medina.
—Bien localizado, pero un desencanto.
—Mezcla de estilos desde el siglo dieciocho hasta los años setenta.
—A mí lo que más me importa es una cama limpia y un baño limpio —dijo Marcela— salgan a turistear que yo me quedo acostada.
De regreso encontramos una farmacia en la que sólo tenían unas cápsulas para mejorar la “flojedad de vientre”. Leonardo las compró.
—No creo que mi muñeca se tome esto, pero se hace lo que se puede ¿verdad?
Más tarde en el hotel me asomé a su cuarto para preguntar cómo seguía. Leonardo me dijo que entrara, que él iba a conseguir unas botellas de agua porque Marcela no confiaban en la del grifo.
—Hola…
Una lágrima brillaba larga por su mejilla.
—¿Te duele el estómago? —pregunté.
—Me duele todo el cuerpo. Tocáme la frente.
—Debes tener fiebre.
—Sacar mis vacaciones, soñar tanto con este dichoso viaje, tantas ganas de estar con mi Feli, gastarme un platal y aquí me tienen… tirada en esta cama de harem, en un país disfrazado de velos, asfixiado en túnicas, con las manos untadas de cuanta porquería hay… Sudores y nalgas… Y este maldito calor que lo único que hace es incubar bacterias por todos lados.
—Te deberías dar un baño para bajar esa fiebre.
—Vos cómo hacés para que no te importen las cosas… Es que cuando llamo a Feli y me contesta con monosílabos no sé qué hacer. Sí. No. No sé. Tal vez. Y Leonardo fresco, no se le da nada y yo me desvivo por todo el mundo y vivo a las carreras… de la casa al trabajo, del trabajo a la casa y… ¡Estoy mamada!
—No creás, a mí me sucede igual con mis hijos. Lo que pasa es que ya están más grandes. Cuando Tomás estaba en Francia y vinimos de visita, acabé un día llorando como vos porque él me descolgaba con cada respuesta. Más de una vez les he tirado el teléfono para ver si aprenden a ser queridos. Pero ya estoy curtida. Vos podrás pensar que soy muy fresca porque a Tomás lo llamo una vez por semana y a Cami aunque vive con nosotros le pido que me diga dónde anda… no más porque Medellín es peligrosa y me da miedo.
—Y Leo fresco, como si nada fuera con él.
—A veces creo que los hombres, al menos todos los que conozco, tienen una caja de breakers en el cerebro. Todo está compartimentado. Circuitos independientes. Si están en modo comida, pues están disfrutando de la comida. Si están en modo hijos, hablan un segundo con los hijos, si están en modo trabajo… pues ahí están. Y nosotras tenemos todo junto.
—Qué rabia.
—Cuando no me provoca matarlos, me carcome la envidia.
—Pero nos quieren.
—Nos quieren.
—…
—…
—Se supone que estoy de vacaciones y me siento fundida… en cambio vos…
—¿Yo Marce? A mí no me mirés porque lo único que sé hacer, es pararme al margen para ver el mundo pasar… y eso no tiene nada meritorio. En cambio, vos no solo has ejercido la arquitectura, sino que no desperdiciás ni un segundo de tus días… y yo, que te veo desde la barrera…
—¡Por eso estoy tan mamada!
—Y por eso las bacterias se aprovechan.
—Tengo ganas de mandar a todo el mundo a la porra.
—Por qué no mejor te das un baño.
—Creo que voy a vivir más para mí… dejar de insistirle a Feli con lo del viaje… no lo voy a llamar hoy, ni mañana. Él verá…
—Salíte de esa cama y te metés a la ducha.
—Y cuando llegue a Medellín voy a renunciar al trabajo…
—¡Metéte al agua!
—Que la oficina se caiga sin mí, que mis hermanos y mis amigos se vayan a la porra…
—¡Abre la ducha!
Salí del cuarto. Marcela se estaba desmoronando y yo alentándola. ¡El mundo patas arriba! Por las escalas venía Leonardo con las botellas de agua en una mano. También traía una sopa de ramen en la otra.
—¡Para mi enfermita! —dijo.
—Está delirando, pero la ducha le va a sentar bien.
Ese día le pedimos a Paloma comida internacional. Carne a la parrilla y papas a la francesa. ¡Coca-Cola! Mis hijos y Marce celebraron el regreso a la normalidad.
Nos quedamos sentados mirando a la gente.
—¿Te imaginás esto en verano?
—Mirá esa mujer vestida de negro. Guantes y medias. Solo se le ven los ojos.
—Negros.
—¡Me asfixio!
—Ellas estuvieron sometidas desde niñas —dijo Paloma— pero eso está cambiando, miren las jovencitas… ya se visten como chicas occidentales.
—Hermosas.
—¿Oyen? —señala un minarete— ese es el llamado a la oración.
—Lo oímos a las seis de la mañana —dice Tomás.
—Todos los días —agrega Camilo.
—¿Ya vieron que algunos hombres tienen una marca en la frente?
—Los peores —dijo Paloma—, se dan tantos golpes contra el piso pidiéndole perdón a Alá… Esos fueron de los que hablé —se puso de pie—. Mañana nos dirigiremos a nuestro último destino: Marraquech.
—Gracias a Dios —dijo Marce.
De nuevo llegamos a un Dar con su patio de mosaicos de colores. Marcela tomó la llave y fue corriendo al cuarto. Leonardo fue detrás.
Después de un baño oí que Paloma nos llamaba desde abajo. Me asomé.
—Prima —toqué su puerta— abajo está “mi Said”.
—¡Ya! Aunque me esté muriendo y me tenga que arrastrar, voy a ver ese hombre.
Estaban tomados de la mano, rozando sus enormes anillos de plata. Ella con su diamantico sonriente, su mirada de ocaso en el desierto, sus sandalias de plataforma, su camisa blanca. Él… se notaba que Said era más joven, moreno claro, atlético, bien formado. Ojos negros. Como una diadema las gafas oscuras le contenían la melena de risos negros. Sonreía sin diamante, pero igual le brillaban los dientes.
—Este hombre conoce todo sobre este país —nos dice ella.
—Y ¿conocerá también algo para el mal de estómago? —le bromea Leonardo.
—Y para el mal de amores —le guiña el ojo.
—Camilo y Tomás no quieren ir con nosotros… —les digo.
—Okey —les dice Paloma—, pero lleven una tarjeta con la dirección del hotel para que no se pierdan.
—Tranquila, no somos niños.
—En este país muchos turistas se han perdido.
—Llevamos brújula —nos enseñan el teléfono cuando agitan la mano— chao —salen por la puerta del hotel.
Said tomó de la mano a Paloma diciendo que primero íbamos a sanar a la mujer enferma.
—Qué me irán a hacer…
—Confía, es medicina ancestral —le dije—. Si esta gente conoce la bacteria que te está matando, también debe conocer el remedio.
Mi prima se encogió de hombros y seguimos a Said hasta un puesto de especias.
—Leo, esto está muy raro —frenó en seco frente a los bultos colmados con polvos de colores.
—Muuuy raro… —se rio Leonardo.
Said y el tendero hablaron en bereber. Se notaba que eran amigos. Cuando la señalaron, ella se pegó de Leonardo.
—Muy raro… —dijo.
El hombre se sacó del bolsillo una cuchara.
—¿Qué me van a dar?
El hombre colmó la cuchara con un polvo café verdoso que guardaba en un frasco y se la tendió a Marcela.
—Abre la boca.
—¿Qué es eso?
—Medicina del desierto.
—Si no me dicen qué es, no tomo.
—Veamos —Alejandro olió— es comino.
—No es veneno —le dijo Leonardo.
—¿Seguro?
—¡Es comino! —Gritamos en coro.
Cerrando los ojos se metió la cucharada en la boca, de inmediato puso la botella en sus labios y se tomó el agua.
La miramos esperando una transfiguración o un desmayo.
—¡No me vean así!
—¿Estás bien?
—¡Váyanse! ¡Váyanse! O me alivio o me termino de morir.
—Quedas con Said —ordenó Paloma.
Y la dejamos entre el puesto de yerbas y el de alpargatas, en ese taburete, con esos hombres, tal vez vomitando una bilis verde, tal vez alucinando sin voluntad… y nos fuimos a ver las tumbas Saadíes.
No está en el taburete. El hombre de las especies la señala. Está con Said en la tienda de joyas regateando unos collares artesanales de nudos de seda.
—Mirá qué belleza.
—Y ¿el estómago?
—No sé prima, pero ese polvo tenía algo más que cominos.
—¡Esta es mi muñeca! —la abraza Leonardo.
—¡Benditos polvos marroquís!
Caminamos al hotel. Marce nos desfila una chilaba azul turquesa con unas babuchas de arabescos dorados. ¡Mis arquitectos se van a morir cuando me vean!
Y le timbra el teléfono.
—¡Mensaje de Feli!
Aguardamos.
— ¡Viaja a España!
Aplaudimos.
—¡Qué felicidad!
Con un ojo la miro a ella y con el otro la puerta del hotel.
Febrero 20 de 2020
