Los vestidos de la virgen

Cartagena no era un destino para mí. Mientras empacaba la ropa me preguntaba la suerte del viaje.

Cuando gané los tiquetes en el bingo del Sagrado Corazón, todas mis amigas aullaron como locas. Bromearon, me quitaron el abrigo y dijeron que por fin saldría de la concha, que conocería algún magnate en una discoteca o que tal vez me asolearía en una playa con un pescador local. Yo les dije que nunca esperaran eso de mí, pero todas gritaron en coro que nunca dijera nunca.

Para mi gusto habría sido mejor un viaje a Bogotá. Las ciudades costeras, llenas de turistas ataviados de floronas y shorts me ofuscaban. Yo he sido distinta; a pesar del calor me pongo vestidos de mangas al codo, no quiero que a mis hombros les dé el sol; uso faldas largas y sin volantes para que el viento no me busque las piernas; prefiero los colores suaves, los rojos ni siquiera los pienso, me gusta el verde menta, el azul celeste o el rosa viejo; nunca el blanco, ese es un color al que se le mete la luz y descarada se refleja en las prendas interiores.

Desde la ventana del hotel vi que los matices del cielo y del mar resplandecían como en una revelación. Me animé con la idea de que, tal vez, ese día iba a ser especial. Más tarde, a la entrada del convento de La Popa, la brisa me acarició el pelo y, en el claustro, el sol dibujó mi sombra en el piso, entre las flores del patio. Ilusionada, proseguí con mi visita.

Un grupo de redondas monjitas paseaba con un sacerdote que hacía las veces de guía. En una sala les enseñó cada copón de plata, cada talla barroca, cada Cristo de marfil. Se deleitaban leyendo largas inscripciones con las fechas y los materiales de los objetos que estaban en las vitrinas. Yo, que con disimulo los escoltaba, me desprendí.

Entré en una sala contigua. A mi derecha, recostado en las paredes, encontré un aparador en ángulo. Lo vi y retrocedí dos pasos para abarcarlo con mis ojos. Una vitrina que, como un armario de reina, estaba llena de vestidos. Satín dorado, lamé plata, encaje blanco, terciopelo negro… ganchos forrados en cintas de raso exhibían ostentando, uno tras otro, deliciosos vestidos.

En los vidrios me vi sorprendida. Esa aparición deslucía de lo que yo esperaba de un convento. La curiosidad me hizo buscar alguna leyenda que me revelara el origen de ese derroche. Me acerqué para ver una pequeña cartulina que tenía escrito lo que nunca hubiera pensado.

Y leo incrédula: “Los vestidos de La Virgen”.

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Ahora, en la plaza de Santo Domingo, parada frente a una vitrina, me veo otra. Un vestido de lino blanco se bate con un viento celestial que me recorre toda.