Llamo a Gabriela y le pregunto cómo va la transfusión. Ella me responde que, por la edad de La Abuela, deben ir despacio.

—Lo más importante es ponerle sangre para que coja ánimos… Al menos por un tiempo.

La sala de espera está llena. Me siento en un rincón y leo en Twitter que encuentran la avioneta estrellada. Está en medio de la selva con tres ocupantes muertos. Dicen que no hay rastros de los cuatro niños que iban en la nave. Miro a mi alrededor preguntándome si es posible que hayan sobrevivido al impacto, al tiempo, a la selva. Sigo rastreando esa noticia y encuentro la foto de un tetero rosado. Leo que la niña mayor tiene trece años y el menor es un bebé de once meses. Que por ser indígenas es posible que sobrevivan. Pero ¿17 días? ¿Solos? A mi lado se sienta una mamá con una niña. Pone la mochila entre su puesto y el mío. Pero más de dos semanas en la selva… ¡Qué horror! Meneo la cabeza y sigo leyendo noticias: Las reservas de petróleo se agotan, la guerrilla asesina a un grupo de personas, los artistas reclaman un ministro de cultura, congresistas venden el voto para aprobar la reforma a la salud. El presidente dice: Yo no le destruyo los ojos a los jóvenes con granadas lacrimógenas, yo soy un demócrata y no un tirano. Y otro funcionario trina: Vamos a recuperar los saberes ancestrales de la salud. La niña del lado se contorsiona sobre las piernas de la mamá. Escribo: Cortinas de humo. Me acomodo el tapabocas y regreso al celular para seguir destilando: Si el plan de este gobierno es hacernos retroceder más de treinta años estamos perdidos…

Borro y opto por la vulgaridad.

—Jodidos.

Una llamada me interrumpe. Es mi mamá. Pregunta dónde estoy y salgo de la sala para contarle que en la clínica con mi suegra. ¿Es grave? No te preocupes, es una cita de rutina. Le explico que, por el tumor en el colon, pierde constantemente sangre y está muy anémica. Entonces, eso es bueno, ¿cierto? ¡Claro que sí! Le hablo de los colores del atardecer. Me pregunta por el ruido. ¿Estás en la calle? No, son unos pájaros negros que se llaman desde un ciprés para despedir el día. ¿Un ciprés? Es como un edificio estrecho lleno de nidos. Nos enviamos una bendición y me dice que me cuide. Suspiro y regreso a la sala pensando en La Reforma a la Salud… Imagino filas. Todos tirados en la acera aguardando la atención de un chamán… Enciendo otra vez Twitter, veo el sombrero de nuestro emperador y, como quien aparta un veneno, lo cierro de inmediato. Opto por animarme mirando los planos de la casa que va a salvar nuestros ahorros. Los recorro con los dedos. Plantas, cortes y fachadas. Cruzo los dedos y miro por la ventana.

Desde hace tres semanas mi hermana habita su nueva “jaula”. Frente a ella no me expreso de esa manera porque siempre le hablo en positivo: Hiciste una gran inversión, pudiste alquilar tu apartamento y vas a recibir una renta mensual para pagar las deudas. Ten fe, mi papá te está ayudando.

—Isabel, ¿viste la luna?

Cuando hace calor la jaulita se convierte en parrilla y cuando hace frio la pobre pasa del crematorio a la criogenización extrema. Ella resopla agitando las manos y me dice que ya se le quitó la ansiedad por la plata. Que va a comprar una cobija eléctrica y un ventilador.

—Isabel, en Finlandia saltan de un sauna al hielo y dicen que eso es muy saludable.

Vuelvo a mirar el Twitter. La reforma a la salud es discutida en el Congreso y la aprobación depende de los partidos que se declararon “independientes”.  Miro al cielo. Llamo a mi cuñada. Me dice que se van a tardar porque a Julia le dieron una pastilla para la presión y deben esperar a que se estabilice.

La carga de mi teléfono está baja, lo apago y voy a la máquina expendedora de chucherías. Me abstengo de los chocolates y me decanto por lo más sano, un yogurt con cereal. Salgo para quitarme el tapabocas. La noche está fresca. Un tumulto de carros regresa a sus casas. Me siento en una banca junto al estacionamiento pensando en que es increíble que en tan pocos meses tengamos frente a nuestros ojos la perspectiva de una dictadura comunista… Empiezo a comer y la brisa me pasa por el pelo. Levanto la mirada diciendome que también han sucedido cosas buenas… hasta Gloria, que según el ritmo de sus humores trataba a mi mamá, dejó la finca y llegó una mujer llena de paciencia y buena voluntad. Picoteo con la cuchara las hojuelas. Paz en la finca… ¿qué más puedo pedir? Termino el yogurt y regreso a la sala de espera con el tapabocas puesto. Enciendo el Twitter.

A mis espaldas alguien solloza.

—¿Qué te pasa?

La mujer se levanta la falda, veo una bolsa y me dice que detrás tiene la otra, que se enredó en el baño y se le reventó un catéter. Miro a mi alrededor. Le pregunto si ya tiene un turno y me enseña un papel. Le pregunto al portero. Me acerco a la zona de triage y miro a la médica. Ella sale y dice el nombre de la mujer. Le ayudo con el bolso y la siento en el consultorio.

Salgo a respirar, abro el Twitter, lo cierro y regreso a la sala de espera.

La mamá y la niña entran a pediatría.

Otro niño llora. La mamá le pone en la pantalla muñequitos de colores. El pequeño agarra el teléfono, se le sienta en el regazo y sonríe. Y llega un hombre empujando a una mujer robusta en una silla de ruedas… y dos mochilas y un bolso enorme. Ella contiene entre las manos sus sienes. Los ojos están cerrados. La boca abierta. La cabeza y el cuerpo se arquean hacia atrás como suplicando que le arranque la jaqueca. Tomo un turno y se lo entrego al que parece el marido, le digo que se siente, que primero debe pasar al mostrador para entregar los documentos y que después del “triage” los llaman. Él descarga el equipaje y le habla al oído.

Una mamá carga su recién nacido. Lloran. El papá los mira sin saber qué hacer y ella le dice que lo va a alimentar. Se sientan y acampan bajo una manta de cocodrilos mientras los llaman de pediatría.

Busco una silla, llamo a mi cuñada y ella me dice que están esperando que el médico les dé el alta. El nivel de energía de mi teléfono sigue bajando y, sin embargo, llamo a mi hermana. Me dice que ya está acostada y me habla de los gatos. El tono de su voz es tranquilo, casi alegre. Está contenta. Vuelvo a los planos de la casa y cuando imagino las ventanas, grandes y luminosas, toco el ícono del pájaro azul, veo la cara del presidente y leo que está dando la noticia de que encontraron a los niños.

—¡Encontraron a los niños! —les digo— ¡Encontraron a los niños! —miro en redondo— El presidente lo está diciendo en Twitter—insisto—: encontraron a los cuatro niños vivos… —bajo la voz.

Y, en ese momento, aparece mi cuñada empujando la silla de ruedas. Julia sonríe. Sus mejillas están casi rosadas.

—¡Aparecieron los niños! —les digo.

—¿Sí?

—¡Están vivos!

—¿De verdad?

—El presidente lo acaba de anunciar.

—¡Increíble!

—Un milagro, ¿cierto? Después de dos semanas en una selva… ¡Aparecer vivos!

—¡Qué belleza!

Monto a Julia en el carro.

—Y cuando ya no se cree en nada… —enciendo el motor— ¡Encuentran a los niños!

Pero sintonizo la radio y dicen que no, que todo es mentira.

Y me las llevo por las calles, hablando de cómo las urgencias se llenaron de enfermos y Julia me cuenta que el pito de la máquina con los signos no la dejó dormir y miro el tablero y les digo que, aunque el nivel del tanque está bajo, nos alcanza para llegar a la casa.

—¿Segura?

—Sí, nos alcanza para llegar.

—¿Segura?

—Nos tiene que alcanzar.

mayo de 2023